Era la cuarta o quinta vuelta que daban a un pueblo de poco más de un kilómetro. El tiempo empleado en el recorrido podía variar entre la soledad del mismo o el número de habitantes y veraneantes que encontraran a su paso, en función de la época del año en que lo visitasen. Imposible no detenerse ante el encuentro. Conversaciones que, sin ser profundas, unen a través del tiempo. Hacen sentirse parte del lugar.
El verano consumía los días a una velocidad vertiginosa en una España rural menos vacía que nunca. Las horas avanzan demasiado deprisa cuando la felicidad acompaña.
Una cigüeña en lo alto del palacio recordó la inminente vuelta a la realidad: al lejano mundo del estrés y del ruido de la gran ciudad.
Sin quererlo, comprobaron lo cerca que estaban. El resto había alzado el vuelo semanas atrás en busca de nuevos parajes en los que morar. Pero esta se resistía. Igual que ellos: veraneantes que pronto dejarían de serlo y que tarde a tarde miraban hacia la muralla en la que residía, ansiosos por verla partir antes de que el frío llegara. Hasta que un día desapareció. El ave más fotografiada de Bonilla de la Sierra había alzado sus alas y voló en libertad.
Ellos también se resistían a volver. Apuraban las últimas horas en un intento por detener el tiempo y atrapar la efímera felicidad, huyendo de la rutina, sin ser conscientes de que, a veces, esta puede ser motivo de alegría. Y es que, tal y como dijo, Benjamin Franklin: “La felicidad generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días”.
En ese andar constante al que la vida nos lleva nos volveremos a encontrar. Hasta pronto, mundo rural. Gracias por haber convertido este verano en un momento feliz.
