Los años de máximo esplendor de Bonilla de la Sierra van ligados a nombres de personajes célebres como el cardenal Juan de Carvajal, Juan II, ( padre de Isabel La Católica), o el obispo Alonso de Madrigal, (El Tostado). Sin embargo, apenas se nombra a Francisco Soto Salazar, “el inquisidor bonillense”.

La historia de Francisco Soto Salazar es la de una vida de superación que vio la luz en Bonilla a comienzos del siglo XVI. Sus padres: el bachiller Soto y María, afincados en este pueblo y oriundos de Madrigal de las Altas Torres y Piedrahita, eran de origen humilde. Una situación que se agravó al morir el bachiller.

Cuenta el libro “Historia de las antigüedades de la ciudad de Salamanca” que María, su madre, le animó a ir a Valladolid o Salamanca a servir, ante la incertidumbre que para ella representaba no tener cómo sacar a su hijo adelante. Descalzo y a pie llegó a Salamanca. Siguió los consejos de su madre, sirviendo a unos estudiantes con los que aprendió gramática y cánones, algo que le cambiaría la vida y le abriría muchas puertas, ya que logró licenciarse en ambas materias en la Universidad de Salamanca mientras ejercía de capellán en el Colegio de San Bartolomé.

El destino le llevaría a Valladolid, donde comenzó a trabajar como escribiente para un abogado, aunque decidió seguir los pasos de la religión y se ordenó sacerdote. La amistad que unía al abogado con el que trabajaba, con el Obispo de Astorga: Diego de Álava, hizo que Francisco Soto estrechara su relación con el prelado y le siguiera a  Ávila y Córdoba, donde ejerció como canónigo, hasta que el inquisidor general Fernando Valdés le nombró inquisidor de Córdoba, a finales de la década de los cincuenta. En años sucesivos ejercería como inquisidor en Sevilla y Toledo, aunque acudió como “visitador” a los reinos de Valencia, Cataluña y Aragón. En 1565 obtendría el puesto de consejero de Inquisición en la administración filipina.

Su ascenso continuo le llevó a ser nombrado obispo, ejerciendo en el episcopado de Albarracín-Segorbe y más tarde en Salamanca.

La Real Academia de la Historia destaca que en 1577 fue enviado a Extremadura, con el fin de acabar con ciertos “desórdenes”. Murió en Llerena en 1578. Sin embargo, quiso que sus restos volvieran a Ávila. Fue enterrado en una capilla que había mandado construir en el convento de Santo Tomás.

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